Con el otoño llegaba a Omaña Alta la hora de la sementera. A finales de septiembre, coincidiendo con la festividad de San Miguel, se iniciaban las labores en todas las casas.
Primero había que airear la tierra dándole la vuelta con el arado. Toda una ciencia para hacer los surcos rectos, que consistía en contar con una pareja de vacas bien domadas para ello. En caso contrario, había que ir guiándola, una tarea que generalmente realizaban las mujeres y los rapaces.
Después de la primera vuelta era el momento de abonar. Desde el estercolero o estrequeiro, se llevaba el abono en los carros que se transformaban con tablones horizontales entre los tadonjos para ubicar con seguridad el abono.
Se llevaba hasta las tierras donde más tarde se plantaría el apreciado centeno, generalmente situadas en las laderas del solano, para facilitar su crecimiento con más horas de sol.
Una vez allí, el abono se iba depositando en pequeños montones por toda la tierra y más tarde se esparcía con la horquilla por la misma.
Tras unos días, en los que las lluvias eran bienvenidas para el aporte de nutrientes a las tierras, se le daba una segunda vuelta con el arado para cubrirlo.
Después, ya a finales de octubre, comenzaba la sementera del grano de centeno, que se realizaba a voleo.